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domingo, 17 de febrero de 2008

Una exposición en EE.UU. recrea el baile evolutivo de las mariposas y las plantas

Una zinnia rosa vibrante o una caléndula anaranjada pueden ser la gloria del jardinero entusiasta, pero las flores en realidad se han vestido de esos colores para agradar a las mariposas, como enseña una exposición inaugurada hoy.

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Titulada "Mariposas y plantas: Compañeras de evolución", la muestra pretende ser una pequeña ventana en el proceso de cambio en el que está inmersas todas las formas de vida.

La evolución a veces se enseña con la vista centrada en una especie, a la que una mutación fortuita le ayuda de alguna forma, a alimentarse mejor, a reproducirse o a escurrirse de sus depredadores.

Pero en realidad, la evolución es una batalla constante e interminable entre enemigos, que responden a un cambio en uno con un cambio propio, y un baile entre colaboradores, como demuestra la interacción entre mariposas y plantas.

"Este es un ejemplo excelente de algo que pasa en casi todas las especies y exhibe la interacción entre especies de plantas, animales y bacterias", dijo el entomólogo Daniel Babbitt, uno de los encargados de la exposición.

En los paneles de la muestra, alojada de forma permanente en el Museo de Historia Natural de Washington, la historia comienza hace más de 100 millones de años, cuando no había mariposas, sino solo polillas, que comían con apéndices parecidos a dientes el polen de piñas jurásicas.

En su mundo entraron las flores y todo cambió para ellas.

Primero desarrollaron una boca para sorber. Luego las flores adquirieron forma de tubo, para hacer entrar a sus visitantes y llenarles el cuerpo de polen, con el que el insecto germina sin querer la siguiente flor en la que pare.

Las mariposas y polillas respondieron, a su vez, con el desarrollo de un aparato largo llamado probóscide para beber el jugo.

El resultado es visible en una cámara interna instalada en la exposición donde entre 300 y 400 mariposas reciben a los humanos con el batir de sus alas de papel.

Es una jaula de oro para los insectos, mantenida a una temperatura de unos 25 grados y una humedad del 80 por ciento, y donde unos focos de 1.000 vatios recrean un día caliente y soleado, según Babbitt.

Allí disponen de sus delicias: plátanos, pomelos, agua con azúcar y gatorade.

Esa bebida artificial, explicó el entomólogo, "está llena de azúcar y de sales, que les encantan; las encontrarían en la naturaleza en un charco en el suelo, porque la sal del barro se impregna en el agua, por eso las mariposas se congregan en los charcos".

En el pabellón, también pueden chupar el tradicional néctar de las flores. Abundan los rojos y los amarillos, pero no los azules, y eso tampoco es aleatorio.

Bajo la luz ultravioleta, que simula los colores que las mariposas ven en realidad, destacan los tonos calientes y se pierden los fríos. Algunas flores llegan a tener dibujadas "dianas", para que los insectos no yerren el camino.

"Dicen, ven aquí, bebe mi néctar", tradujo Babbitt.

Pero no todas las interacciones entre mariposas y plantas son simbióticas.

Las orugas de la mariposa monarca, famosa por su migración anual entre México y Estados Unidos, se alimentan de lechetreznas, una planta que para protegerse comenzó a producir un jugo lechoso que causa picazón.

Si una oruga lo come, se le pega la boca y no puede alimentarse más, según Babbitt. No obstante, las orugas se han adaptado al morder la planta por debajo del vaso por el que fluye el jugo, explicó.

La monarca es una de las 30 ó 40 especies de mariposa presentes cada día en la exposición.

El museo las recibe de todo el mundo en forma de crisálida, la cápsula en la que sus cuerpos se transforman de oruga en mariposa.

Los entomólogos no las crían en Washington para prevenir que por un descuido se introduzca una nueva especie en el medio ambiente de las márgenes del Río Potomac, como establecen las normas del departamento de Agricultura.

Además, en el pabellón no hay plantas donde las mariposas puedan poner sus huevos o que las orugas coman.

Así, las mariposas del museo pasan sus entre dos y cuatro semanas de vida adulta en un espacio ideal en compañía de decenas de primas, sólo interrumpidas por las entradas y salidas de esos extraños seres humanos.

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